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Editorial

Revista ARIEL, a manera de editorial, reedita el siguiente “Mensaje a la Humanidad”, del cual desconocemos la fecha original en que fue publicado, muy posiblemente en la década de los cuarentas o cincuentas, no obstante de total actualidad y aplicabilidad a la fecha actual, bastando meramente con actualizar las cifras que allí se mencionan en cuanto a población y analfabetismo. Presumimos que la autoría corresponde al Pr. OM Lind Schernrezig.

 

Mensaje a la Humanidad

 

A medida que avanzan los tiempos la Humanidad va madurando: evoluciona, perfecciona sus instituciones, y en fin busca nuevos horizontes mediante la penetración cultural y las nobles realizaciones espirituales.

Empero, la madurez humana es lenta, y el progreso no es siempre de avance, de perfeccionamiento, de logros de excelencia o de conquistas espirituales, que en resumen de cuentas son las únicas válidas porque son eternas e indestructibles. Tampoco se logran nuevos derroteros espirituales sin cierta fortaleza moral y de dignidad ética. De ahí lo difícil de la tarea de mejorar instituciones o de evolucionar racionalmente. Hasta ahora son los sistemas de fuerza, las tiranías y las razones a sangre y fuego las que se han impuesto en los sectores más dinámicos. Pero tales hegemonismos no podían prosperar indefinidamente, pues como se dice comúnmente, no es posible sentarse sobre las bayonetas ni gobernar por la fuerza y a sangre y fuego. Esto no es un progreso sino la intensificación de la villanía del matonismo glorificado y santificado.

De ahí que resultasen las revoluciones de las que el mundo entero es tan prolífico hoy en día. En efecto, el descontento nunca ha sido tan generalizado como ahora.

Soplan vientos de reforma para contrarrestar las tempestades de fronda y de franca rebeldía. Pero no debemos olvidar que esos vientos trajeron aquellas tempestades. Tampoco ha de mejorar la suerte humana con simplemente modificar instituciones. Lo que hay que cambiar son los hombres mismos. Y si a cambios vamos, que sea de manera total y digna.

Se ha de comenzar por deshacer entuertos, deshacer el daño causado, restituir todo lo robado, restaurar la dignidad ajena estropeada y vilificada, reconstruir lo que se ha destruido de manera malsana e ignominiosa, pues tan sólo así se logrará DIGNIFICAR la personalidad humana. En cuanto a las instituciones, por mucho que se las repinte e injerte con savias nuevas no han de cambiar substancialmente mientras no sean reestructuradas a tono con los actuales tiempos y con elementos enteramente de actualidad. Si la ciencia de hace tan solo diez años está ya caduca y demanda revisiones cada tres o cinco años, tal es su raudo progreso con fabulosas realizaciones, lo propio cabe considerar con respecto de las ideas y los ideales del hombre. Lo importante es vivir en el presente y de acuerdo con los imperativos actuales, bien que con las raíces firmemente hincadas en la sabiduría antigua y con la proyección espiritual portentosamente lanzada al asalto del porvenir. Es preciso madurar, ciertamente, pero liberándose de vanas ilusiones y hechando por la borda todos los síntomas de inhumanidad. Es indispensable renovar el ser humano, pero no tan solo en ideas y posturas, sino en sustancialidad ideal, en dignidad y en condiciones innatas de modo que sea un perpetuo devenir de ennoblecimiento propio.

El perfeccionar instituciones no conduce a nada si los hombres que hayan de dirigirlas y condimentarlas tienen una mentalidad retrógrada y adobada con supersticiones y fetichismos ancestrales. En las islas del Pacífico tienen un dicho maravilloso a este respecto: “No paseen los puercos en los palacios o en los templos si no quieren que estos se conviertan en simples chiqueros”. A la humanidad le ha sucedido y le está sucediendo todavía mucho esto, que es más que calamidad, una verdadera peste. Se crean muchas bellas instituciones, se confeccionan maravillosos códigos morales, evangelios, constituciones nacionales, biblias humanas, poemas épicos de indefinible belleza, pero entre tanto los individuos humanos siguen siendo educados, explotados y tratados como simples criaturas contribuyentes y esclavos de ciertos mitos convencionales cuando no de doctrinas y ukases de fuerza. Con toda seguridad, el código de Hammarubi, las tablas de Sargon o el monumental proteismo de Manu hubieran bastado a la humanidad para ser cien veces mejor de lo que es hoy en día. Es más, si se hubiese llevado a la humanidad a comprender y a aplicar la Regla de Oro y la tabla de Esmeralda de los creadores de la civilización antigua hace siete u ocho mil años, o las famosas enseñanzas sagradas de Ratauvea de MU en las regiones del Océano Pacífico, tan viejas como la propia humanidad, toda la evolución humana estaba garantizada. De haberse educado a la humanidad condignamente, nunca habrían habido los sádicos episodios y las satánicas fallas de barbarie y guerras que registra la historia. Es por demás que nos pavoneamos de hijos de Dios o que nos cataloguemos de una ortodoxia religiosa u otra con ínfulas de gentes salvadas o redimidas si todavía somos capaces de odiar, de maldecir o de comportarnos como viles virus, difamando y matando al prójimo hasta en nombre de Dios.

Hablar de paz y hacer la guerra u odiar al mismo tiempo, proclamar la justicia y comportarse como vulgares parásitos, y en fin presumir de libres a la vez que se actúa con genialidad de matones y de monos mal adiestrados es a lo sumo irrisorio y detestable. Es más, si la humanidad ha de seguir así, no es necesario ser profeta para preveer cataclismos y catástrofes que han de poner en serio peligro la existencia de la especie o aún la sobre existencia del propio planeta tierra.

Lo que más precisa este mundo es EDUCACIÓN. Verdadera educación. Educación espiritual y reacondicionamientos mentales a la vez que reajustes Sicosomáticos. No educación memorizando mitos y supersticiones y para adiestrar hombres en modalidades convencionales de sociabilidad, sino EDUCACIÓN que libera de la ignorancia, independiza de fetichismos y condiciona para actuaciones inteligentes con dignidad inequívoca. La sabiduría humana acumulada en el transcurso de las edades es caudalosa, si no infinita. Pero es preciso predisponer las almas para esa sabiduría. No es ignorando la sapiencia de los siglos pasados que se va a rendirle un señalado servicio a la humanidad iletrada. Mucho se habla de alfabetizar… pero aún quedan por lo menos el 30% de analfabetas en todo el mundo sobre una población de tres billones de gentes humanas o humanoides. Son 30% de individuos que a lo mejor tiene su dicha en ser analfabetos, pues entre los 70% restantes de la humanidad total no son por lo mismo más felices, más honestos, más morales y más admirables. En las Islas del Pacífico hay por lo menos un 90% de la entera población que es completamente iletrada, y sin embargo esa gente es mucho más moral y humanitaria que la generalidad de los flamantes civilizados de este mundo.

Desde luego, existe una cierta maduración humana, y hay evidencias de que este proceso de humanización va creciendo a medida que pasa el tiempo. Pero lo que se ha echado de menos es su presencia efectiva, es decir, su actuación real o su beneficiosa demostración en las instituciones humanas del momento. Es lamentable, de veras, que a la ONU no vayan genuinos sabios en vez de simples políticos. A las posiciones de mando en las religiones, las fraternidades, las universidades y las grandes industrias también debieran poner sabios, poetas y educadores con talla de médicos sociales y profesores de ideales espirituales, genuinos humanistas, en fin, en vez de simples parciales de sectas, tribus, clanes y organizaciones a circuito cerrado. Una mejor humanidad labrará un mundo más apetecible, pacífico y edénico. Mas para que haya buena gente es indispensable que se rompan los cercos ideológicos o de fe, las ciudadelas confesionales, los atrincheramientos doctrinales, las fronteras que crean universos concentracionales, y en fin las tiranías místicas que aservilan o disimulan. Es preciso evolucionar en el sentido de liberar al hombre de las trabas, de los entuertos y de las mallas sutiles que lo privan de evolucionar con entereza y a plenitud de conciencia. Hoy en día hay demasiados sistemas de lavadas de cerebro que no llevan su nombre, así como sistemas de abrogamiento o de conculcación de derechos que hacen pura filfa de todo lo que es sagrado y digno de admiración. En una época como la actual, en que el arte tiene por nombre cubismo o Picasso, y cuando la juventud prefiere apariencias de animales desmelenados y piojosos a la música clásica o a la sana educación de la mitología, a la vez que se ufana de atea, lo mismo que de afectismos matonescos, no se puede pretender que la religión haya logrado muchos éxitos.