Cómo alimentarnos de forma sostenible

Por: Javier Yanes. En: Open Mind. 19/11/2021

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Reducir el consumo de carne y comida basura y aumentar el de vegetales frescos son pasos significativos hacia una dieta más sostenible. Imagen: Unsplash

La cumbre del clima COP26, celebrada en Glasgow en noviembre de 2021, ha frustrado las esperanzas de alcanzar compromisos más ambiciosos hacia los objetivos marcados en 2015 por el acuerdo de París. El 1 de noviembre Naturepublicaba una encuesta en la que una gran mayoría de los participantes, todos ellos autores del último informe de evaluación sobre el cambio climático de la ONU, se mostraban escépticos en relación a si las promesas por parte de los gobiernos tendrían algún efecto en la evolución del cambio climático. Pero responsabilizar en exclusiva a los políticos de la falta de progresos sería una distorsión; los ciudadanos también podemos contribuir a la lucha contra la emergencia climática. Y para quien no sepa por dónde empezar, he aquí una pista clara: nuestras opciones de alimentación pueden marcar una gran diferencia.

Hoy todos sabemos, o deberíamos saber, que nuestras actividades ejercen un impacto ambiental que puede medirse de distintos modos. La huella de carbono alude específicamente a los gases de efecto invernadero (GEI) responsables del cambio climático que se generan como consecuencia de cualquier actividad, en términos de toneladas de CO2 equivalente (tCO2e), el GEI más abundante producido por la quema de combustibles fósiles.

El impacto de nuestra dieta en la huella de carbono

Conviene mencionar que el concepto de la huella individual ha estado rodeado de polémica, ya que originalmente fue promovido por el gigante petrolero BP a comienzos de este siglo para distraer la atención de los combustibles fósiles. Sin embargo, la idea ha calado bajo la premisa de que muchas acciones individuales construyen la acción colectiva. Con la popularización del concepto, hoy podemos encontrar en internet diversas calculadoras para estimar nuestra huella personal.  Aunque los resultados pueden variar y son aproximaciones basadas en estándares, existe ya un consenso extendido sobre cuáles son los factores que más impacto tienen en reducir nuestra huella. Y si bien medidas como prescindir del automóvil o del avión parecen haberse comprendido ampliamente, quizá no se haya asumido tanto la gran influencia de nuestra alimentación, que puede sumar hasta casi una tercera parte de la huella individual.

La producción de alimentos representa entre la cuarta y la tercera parte de las emisiones globales de GEI causadas por el ser humano, dependiendo de la métrica utilizada. Las estimaciones más recientes y completas sitúan la cifra en un 34%, con un total anual de 18 gigatoneladas de CO2 equivalente (GtCO2e), lo que comprende la producción, procesamiento, transporte, envasado, distribución, consumo y gestión de residuos. De este total, el 71% corresponde a la agricultura y ganadería, así como al uso de las tierras. Según este estudio, publicado en Nature Food en 2021 por investigadores de la Comisión Europea (CE), la mitad de las emisiones de este gran sector alimentario son en forma de CO2, mientras que un 35% son de metano. Recordemos que, si bien el metano es minoritario en el cómputo global de las emisiones de GEI, su efecto invernadero a largo plazo es 28 veces más potente que el del CO2.

En conjunto, estos datos no dejan dudas sobre la gran contribución al cambio climático que supone el metano generado durante la producción de alimentos. Y dentro de este sector, dicho gas tiene un claro origen mayoritario: la ganadería —a través de la fermentación intestinal—, junto con el tratamiento de residuos. Por todo ello, a estas alturas es ya indiscutible que una reducción global del consumo de productos de la ganadería es un imperativo en la lucha contra la emergencia climática, con independencia de los bailes de cifras que se publican y de los debates sobre el consumo de carne que se complican con múltiples ángulos, incluyendo los ideológicos. Como dato para llevar, un estudio publicado en Nature Food en 2021 estima que las emisiones debidas a los alimentos de origen animal duplican las de los vegetales, un 57% del total frente a un 29%.

Con todo, no debe ignorarse que según la organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el propio organismo que hizo sonar la alarma sobre la huella de la ganadería en el cambio climático, existe en este sector un gran potencial de mejora de eficiencia que podría reducir su huella de carbono en un 33%, si todas las explotaciones se ajustaran a los niveles de emisiones de las menos contaminantes. Pero esto no cancela el argumento de que una actitud personal más responsable hacia el cambio climático aconseja reducir el consumo de carne y lácteos, sobre todo de vacuno, responsable del 70% de las emisiones de la ganadería en términos de GtCO2e.

La cara B de las dietas basadas en vegetales

Ahora bien, sería un error caer en la idea de que una alimentación exclusivamente basada en productos vegetales, sin otras consideraciones, es de por sí climáticamente neutra y nos descarga por completo de la huella de la alimentación. Como ejemplo, a menudo se cita la necesidad de consumir productos de proximidad como el segundo requisito imprescindible, después de reducir la carne, para aliviar el impacto climático de los alimentos. Y sin embargo, el estudio de la CE descubrió que el 96% de las emisiones del transporte en este sector se genera en los trayectos locales o regionales por carretera o ferrocarril, y solo el 4% procede de la logística internacional. Curiosamente, el envasado aporta más emisiones que el transporte, un 5,4% frente a un 4,8%, por lo que el producto fresco sin envasar es siempre preferible.

Pero en lo que se refiere a la agricultura, también ejerce una huella climática a través de los cambios en el uso de la tierra, los fertilizantes, la erosión del suelo o las emisiones de metano en los arrozales. La producción de alimentos, incluyendo los vegetales, ocupa la mitad de las tierras habitables del planeta. Este dato tiene una derivada que a menudo también queda oculta, y es que la agricultura ecológica u orgánica no siempre tiene un menor coste ambiental, debido a que su menor uso de fertilizantes reduce el volumen de alimento obtenido por unidad de superficie, lo que requiere ocupar más tierras. A ello se une que los pesticidas orgánicos no son necesariamente menos tóxicos para los humanos que los industriales, y a menudo deben emplearse en mayores cantidades.

En concreto, la producción, incluyendo los fertilizantes, es el primer factor de emisiones, con un 39% del total de las debidas a los alimentos, seguida del uso de las tierras y sus cambios, con una tercera parte, y un 29% para el resto del ciclo de vida. Y el metano no es un problema solo de la ganadería: el arroz, un alimento básico para gran parte de la humanidad, es el equivalente al vacuno en los vegetales, el cultivo que más emisiones de GEI aporta.

Un problema transectorial

En resumen, y mientras las recomendaciones individuales suelen girar en torno a elegir una dieta sobre todo vegetal, basada en productos frescos —el consejo de consumir alimentos locales, aunque muy extendido, no se justifica con los datos— y huir de la comida basura, el consumidor no podrá elegir si no se cumplen las directrices de los expertos sobre las vías para recortar el coste ambiental de la producción de alimentos. Según comentaba a Carbon Brief la científica de los alimentos Sonja Vermeulen, una autoridad mundial en la huella climática de la alimentación, “no hay una bala mágica; si nos centramos solo en dietas más basadas en vegetales, o solo en la mejora de las prácticas agrícolas, o solo en los sectores del transporte y la energía, no llegaremos a donde debemos; necesitamos los tres”.

Al menos y en lo referente a la alimentación, podría decirse que la tendencia permite depositar mayores esperanzas que en los compromisos de los gobiernos. Según el estudio de la CE, entre 1990 y 2015 la producción global de alimentos creció un 40%, pero el aumento en las emisiones de GEI fue comparativamente menor, de 16 a 18 GtCO2e, solo un 12,5%. Como consecuencia, la huella de carbono individual de la alimentación ha descendido en un cuarto de siglo de 3 a 2,4 tCO2e. Es decir, producimos más alimentos, pero a un menor coste climático per cápita. El problema es que la población mundial va a seguir aumentando, lo que exigirá más alimentos. Y esto entronca con otra acción que ciertos expertos aconsejan contra el cambio climático: tener menos hijos. Claro que, frente a esto, puede que la discusión por el consumo de carne se quede corta.